OBSESIONES
Trastornado, perturbado, ciego, aturdido. Obsesionado. Ésta es sin duda la palabra correcta. Hace tiempo que
no escribo otra cosa que no sean estúpidos poemas.
Han invadido de manera crónica mi cabeza como si al
emplazarlos en el folio me dieran la paz que necesito.
No es así. Pero lo hago igualmente. Para un escritor
de novela negra mediocre, como yo, no es un buen
negocio cambiar de estilo y menos por una necesidad
testaruda.
Lo perdí todo. Bueno, más que perdido diría que me
lo robaron, que aunque suene menos humillante no
lo es. Desde ese momento, cada vez que salía de casa
me agitaba la espantosa sensación de ir desnudo. La
gente parecía saber que me habían condenado a vivir
sin orgullo; esa corbata que anudas al cuello cada
mañana y que aprietas de vez en cuando durante el
día para recordar que está ahí, rodeándote el cuello.
Bueno, pues no estaba.
Y todo por dejar que el corazón reiterara su mandato
ante un cerebro tan diminuto que no era capaz de
hacer señal alguna ante un peligro tan despiadado.
A mí el instinto siempre me ha funcionado maravillosamente
y la primera reacción que tuve al conocerla
fue huir. Sí. La de correr como un gamo espantado.
Pero no lo hice. Con eso de que el ser humano es un
ser especulativo y que el instinto queda para el genero
animal, me quedé escuchando, enredándome en
sus palabras, en el lento ondular de su cuerpo cuando
paseaba con movimientos felinos por toda la sala. Su
columna se arqueaba sensualmente por la zona lumbar
haciendo de su contorno una autopista de curvas
talladas a fuego. Después de esa primera sesión ya no
hubo forma de quitármela de la cabeza.
Reconozco que yo me lo busqué.
Indagué sobre ella. Aprendí todo lo que a una mujer
de su clase le pudiera interesar y el día que le invité a
tomar un café, fue sin duda alguna, el día en que tragué
mi propio anzuelo.
Recuerdo que habíamos quedado a las ocho. Ella
llegó media hora tarde (primer síntoma de quién es el
que manda). Se disculpó con una sonrisa y se sentó
enfrente. A mí me pareció demasiado lejana, allí en su
barricada de trabajo, indiferencia y papeles que yo,
desde aquel instante, me obcequé por demoler. El
hecho de estar con ella, respirando su perfume, el
mismo aire que antes había estado en sus pulmones
me llenó de felicidad.
Me habló de trabajo, y qué más da de qué, me hablaba
a mí, me miraba a mí, y eso era lo importante. No
recuerdo lo que tomé ni de qué conversamos en particular,
la única imagen de aquel día fue su traje
verde, su sonrisa roja y sus ojos profundos. Caí hasta
el fondo.
Después llegaron los juegos retorcidos en los que era
tan solo su animal de compañía. La pieza de reserva
en un tablero donde yo movía ficha y ella contaba
veinte.
Terminó por engullirme por completo.
A continuación, nada. Un día sin más desapareció.
Me hubiera conformado con estar toda la vida trayéndole
las zapatillas y el periódico a cambio de sus caricias
a medias, de sus besos a medias, de sus verdades
a medias. Pero un día recogió sus pantis de mi cama
y ya no regresó.
Tras este vacío, sólo el hecho de acolchar el papel con
palabras llenas de sogas donde me colgaba cada
noche, era la única manera de seguir coherentemente
loco. Pasé por todos los estados. Lágrimas, tristeza,
ansiedad, culpabilidad, necesidad, deseo de venganza,
soledad, lágrimas de nuevo...
Hoy, después de dos años, he estrenado corbata
nueva. Delante del espejo hice bien el nudo. Lo apreté
un poco más fuerte de lo habitual. Quería sentir su
contacto envolviendo mi cuello.
Me resulta terriblemente gracioso que el caos que me
hizo garabatear en negro mi fracaso me haga el ganador
del premio más lustroso y distinguido en poesía.
Que ella sea la esposa del presidente del jurado hoy
carece de importancia para mí.