IDA Y VUELTA
Pintada como un drag queen. Segura bajo su máscara, descalabra el pavimento con sus exagerados
tacones. Una bandada de pájaros rodea su cabeza afanándose en hacer el nido en el despeinado plumero
que luce por moño.
Al pasar por la puerta de la iglesia, los dardos de sus pesadas pestañas se clavan en el Apolo vestido de
chaqué que le da el brazo a un bulto blanco. El moño quiere alcanzar el cielo. Los pájaros revolotean
jubilosos... ¡Todo es hermoso! Hoy es el definitivo. Hoy sobrepaso el canon. Hoy tiene que ser.
Y allí va la Diana cazadora, abanicando con sus lánguidas pestañas a un moreno que le guiña un ojo
y le sonríe socarrón.
Ella se derrite y mira hacia atrás, pero el moreno con paso elástico dobla la esquina. Ahora un trigueño,
luego un rubio, después un pelirrojo... Y así se pasa la mañana sin escribir una letra en el libro de su vida.
El estómago le pellizca, el callo del dedito pequeño le martiriza, los tacones apenas acarician el suelo y el
moño cae desmayado sobre sus hombros; el corazón se le hace chiquito y se le atraviesa en la garganta
como una aceituna entera...
Un día más. Otra página en blanco. Una lágrima indiscreta precursora de lágrimas negras descarga del
peso a sus cansados párpados y cae llenando sus blancas páginas.
Al pasar por la iglesia los pájaros le abandonan para hacer la compra aprovechando la oferta de arroz.
EL HOMBRE DE LA BATA BLANCA
Llegó en su descapotable rojo. Nos miró con desdén, tomó el ascensor con la desenvoltura de esta casa
es mía y nos dejó plantadas en el desconcierto de insignificantes hormigas cuando ven cortado su
camino. No le conocíamos pero tenía razón. Le había comprado a la comunidad el pequeño apartamento
del portero en el ático, y tomó posesión de toda la casa. Aquí empezaron nuestras penas: bajó
todo el escombro del derribo en el ascensor recién estrenado. Pueden suponer que lo dejó todo hecho
un cacharro, todo por no poner una polea. En estas subidas y bajadas un día se quedó atrapado en su
propio cepo: se averió el teléfono interior del ascensor y de nada le sirvió gritar y decir que era don
Simeón el del ático, porque esto enfureció aún más a uno de los vecinos que, con ganas de cobrarse,
le preguntó:
—¿Don Sí-meón? Pues lo siento, tendrá que hacérselo en los pantalones, porque están averiados todos
los teléfonos de la casa.
Y don Simeón tuvo que esperar tres horas en castigo por sus abusos. Desde entonces se aficionó al
deporte y baja haciendo piernas por si acaso. No así su harca, esos siguieron doblándole el peso al
ascensor y bailando flamenco dentro, todo de madrugada. Por la tarde todo era silencio y misterio:
jovencitas con cara de susto acompañadas de mamá u otra persona mayor, jugando a las escondiditas,
ahora por la escalera, ahora por el ascensor.
¿Quién era ese hombre? Alguien le vio abrir la puerta con bata blanca. Podría ser practicante, enfermero…
todo conjeturas que un día se convirtieron en tragedia. Don Simeón salió esposado por la
policía, un forense, una ambulancia y un furgón con el cuerpo de una jovencita desangrada por un
desaprensivo carnicero.