— ¿Qué es eso, cariño?
— Un triángulo.
— ¿Isósceles?
— No, mi vida, escaleno.
El Explorador se siente orgulloso cada vez que Lady Relámpago
le pregunta en tono menor triste y él sabe responder con
seguridad. La atmósfera se quiebra de rayos azules este
atardecer y ellos se miran de nuevo para comprobar que estar juntos
es estar bien, a pesar de cargar con el peso de las responsabilidades
que el uno y el otro han de asumir en determinados momentos.
Cada vez que se miran, ambos saben que es difícil que
en su vida algo sea fácil, saben que sus trajes brillan
en las atmósferas de seis constelaciones distintas, mucho
más de lo que puedan brillar los trajes de muchos, pero
aún así, este dato no deja de parecerles simple,
un poco anticuado quizá, un divertimento de feria para
todos aquellos que los puedan imaginar acercarse por el cielo
color picota del amanecer de Lensor, a mitad de camino entre la
brumosa escarcha de Asik, donde el Explorador prometió
ayudar a los pequeños Elfos Bilingües y la luminosa
Brencia, donde Lady Relámpago desperdicia su ingenio numérico
en abonar estadísticas y recursos, que se mueven en casillas
de una rutina que a veces se le vuelve insoportable.
Se echan de menos.
Mirando por la ventana del módulo, Lady Relámpago
se pone una sábana por encima, los atardeceres son aquí
de una frescura a veces incómoda, el Explorador sorbe de
su taza de café negro y la mira. Él también
siente ganas de abrigarse pero llegar de las tierras altas de
Asik, donde el gas se solidifica con el frío en invierno,
no le otorga a su orgullo el derecho a quejarse o, al menos, a
pedir compartir esa sábana que cae por los hombros de ella
y deja al aire su espalda, su relámpago tatuado sobre la
suave piel donde el Explorador pierde las razones.
Cuando están juntos les gusta fantasear sobre la posibilidad
de que un día u otro alguien perfeccione el módulo,
que puedan salir de él sin temer contraer una enfermedad
al exponerse bruscamente a la atmósfera cero del lugar
sin lugar, que es el sitio de sus encuentros. Al menos la cápsula
del módulo dispone de amplios ventanales que les permiten
perderse un rato fuera, observando cómo anochece mientras
el Explorador acaricia la espalda de Lady Relámpago. Son
ventajas e inconvenientes, el viaje de mundo a mundo con apenas
situar las coordenadas. Y es Lensor así, una ciudad en
ninguna parte, destinada a albergar los módulos de teletransporte,
el sitio ninguno desde donde todo se puede ver pero nada se puede
tocar.
Las primeras veces que los viajeros se encuentran en Lensor, apenas
pueden creer que algo así sea posible, que con tan sólo
desearlo puedan estar allí, encontrarse con sus padres,
sus madres, sus amantes y sus hijos. Entonces, cuando llega la
costumbre y las cápsulas se hacen algo habitual, empiezan
a echar de menos no poder salir, tomar el aire, visitar otros
sitios juntos fuera del módulo. Así, el habitáculo
empieza a hacerse estrecho y las medidas de seguridad que aceptaron
y firmaron sin apenas prestar atención se les hacen excesivas.
No es un sufrimiento gratuíto. Aún no existen los
filtros que impidan que viajen las miserias y las bacterias moscas
junto con las ganas de verse de aquellos que viven tan lejos,
que con las madres y los amantes se extiendan enfermedades de
Asik a Brencia, que Lensor se convierta en un nido infectado entre
mundos.
Mirando
por la ventana del módulo, Lady Relámpago y el Explorador
saben que si hubieran decidido no conocerse, todo habría
sido más fácil en sus vidas. Jamás pensaron
que su fuerza se vería limitada a un pequeño habitáculo,
construido en serie junto a otros miles, aséptico como
una luz de sanatorio. A ellos, que ya conocen que su casa no es
el lugar donde cada uno habita, sino donde consiguen estar juntos,
no les importa perder un rato de su pequeño tiempo en Lensor
decorando la pared de mandos de la cápsula con una lámina
que ella dibujó para que el Explorador supiera que podía
contar siempre con sus dos brazos bajo el frío de los aviones
de Asik. Es su manera de hacer confortable la sobria habitación
de tonos fríos. Él, por su parte, intenta versos
que ella escucha como si las rimas no estuviesen gastadas, y sonríe
porque son sólo para ella, imaginando a su Explorador fanfarrón
tachar y mover palabras para llegar a decirle cosas nuevas.
En el cielo, esta noche, el verdor de los picos del monte Tosk
se difumina en pequeños anillos que hacen suponer nubes
equivocadas de tormenta. Lady Relámpago conoce bien que
en las noches de solsticio, éste es un fenómeno
común, que los anillos verdosos se forman por decantación
de muchos pensamientos, deseos lanzados al aire desde los módulos
y depositados en las brasas del volcán humeante y dormido.
Aún así se acerca al Explorador, se acurruca en
su hombro y mirando al cielo pregunta en tono menor triste:
— ¿Qué es eso, cariño?
— Son las nubes de Tosk.
— ¿Va a llover?
— No, mi vida, sólo son sueños.