Ya sabréis lo que supone disponer de un sábado
por la tarde, en el que lo único que tienes que hacer es
disfrutar del silencio, descolgar el teléfono y esperar
a que un buen libro o una música etérea te lleven
al buen rollito.
Ése era el estado en el que me encontraba yo en mi casa
hará poco más de siete años, pero con tres
objetos contundentes a mi lado: un sofá, una cómoda
con faldillas y una taza de té, una puñetera taza
de té.
No sé cómo sucedió, pero en menos de dos
segundos me había volcado toda la taza de té por
el pijama, por ese bonito traje de luces que hace del sueño
un arte taurino. Quizás cuando el mono descubrió
por primera vez el fuego debió pensar que en el futuro,
un hombre más involucionado que él asociaría
los elementos faldillas, brasero y taza de té, sin pensar
en las jodidas consecuencias. Así, de esta manera y en
contrafactum, intenté torpemente que la bebida no llegara
hasta el elemento brasero, y os juro que no sé cómo,
pero ese líquido elemento se abrazó de tal manera
con el aparato que, en menos de un segundo, toda la puta instalación
de renta antigua echó a arder con más facilidad
que la paja en verano.
Yo utilizo gas para ducharme, porque no me mola un calentador
eléctrico. Con uno de esos trastos hay que estar esperando
a las 665 reencarnaciones de Buda para ducharse. Pero el tubo
que lleva el gas recordaría fácilmente al que se
utiliza para chupar cuando te has quedado sin gasolina. Además
a algún campeón se le debió ocurrir en algún
esfuerzo mental colocar la instalación eléctrica
junto al tubo del gas y darle además varias vueltas de
cinta aislante, con el fin de unir los dos extremos de la vida,
el nacimiento y la muerte.
Y no puedo recordar qué sucedió, pero en menos de
medio segundo se provocó una explosión suficiente
para derrumbar parte del muro maestro de la casa, y éste,
sin saber cómo ni cuándo, chocó contra un
poste de teléfonos contiguo. La única cosa que hizo
bien Telefónica en 20 años, que fue llevarme la
línea hasta mi casa de renta antigua, empujó una
fila entera de postes de alta tensión, creando un efecto
dominó hasta la misma central nuclear que está a
varios kilómetros del extrarradio de la ciudad. Y os lo
juro por mi muela de oro que no supe qué pasó, pero
en menos de lo que tardas en rascarte un pie, sonó un pedo
y después una luz. No hablo de los fuegos artificiales
que se despilfarran en el festival de Río de Janeiro, ni
de los focos que iluminan noche tras noche la isla de Manhattan,
porque al lado de este fogonazo el sol es el puto watio. Y no
hablo de una explosión de amonal 500, o de mil 100 kilos
de C4, porque si es cierto que en Marte hay enanos verdes que
están esperando ser descubiertos por el hombre, esos fueron
los enanos que más se han tapado las orejas en los últimos
50.000 años de historia. La suerte finalmente estuvo conmigo
para protegerme con los escombros de la casa.
Y eso es todo, en mi barrio desde entonces comemos espárragos
tricolor y patatas picudas, y nacen tantos deformes y con tantas
partes del cuerpo repetidas que nadie se atreve a decir esta boca
es mía.
Os preguntaréis por qué tenéis que escuchar
esto hasta el final. Una gran pregunta, es algo muy íntimo
en lo que yo no me voy a meter. Pero sí os diré
que yo después de todo saqué un par de conclusiones:
1. Puede que el mundo sea un cubo de mierda y nosotros unos hijos
de la gran chingada.
2. Ahora comprendo más a mis amigos cuando dicen que soy
algo catastrofista.
Se lo dedico a mi abuelo que me bautizó como general
a la pronta edad de 9 años y a los chicos de Chernobil
que conocí en Alba de Tormes.