PELÓPIDAS
Los hombres de antes eran grandes y hermosos (ahora
son niños y enanos), pero ésta es sólo
una de las muchas pruebas del estado lamentable en
que se encuentra este mundo caduco.
UMBERTO ECO
Bajaba las escaleras cuando lo vi venir. Ningún signo
en la naturaleza me advirtió de su llegada; nada de lo
que ocurrió después se convirtió en una señal.
Habían anunciado, eso sí, el arribo de un barco
de guerra cargado de soldados ávidos de botín. Las
mujeres habían escondido a las doncellas más apetecibles,
y las joyas más queridas; dejaron al descubierto a las
solteronas y los cacharros inservibles. Ya estaban acostumbradas.
En palacio no se tomaron tantas precauciones, porque Pelópidas
había prometido cordura y conmiseración a cambio
de obediencia. Nuestro gobernante (los dioses le guarden su merecido
castigo) prefirió bajar la cabeza antes de ver correr la
sangre de sus vecinos. Pronto íbamos a saber el error que
significa no fortificar una ciudad.
Como no encontraron, o no supieron encontrar, nada de valor entre
las casas de la gleba y las mansiones de la aristocracia (salvo
los alimentos que rápidamente fueron confiscados por los
cocineros, y las solteronas que conocieron por fin la fuerza que
subyuga), los soldados reclamaron en la noche a su comandante
alguna clase de botín. Pelópidas se había
instalado en las dos grandes habitaciones de nuestro gobernante,
en la alta torre que daba majestuosidad especial al palacio. Allí
su guardia privada y sus compañeros más íntimos
empezaban a saborear la merecida victoria, mientras nuestro rey
se conformaba con despachar desde la reducida y humilde habitación
de una de sus concubinas, ahora sierva de Pelópidas. Su
ejército había cruzado el estrecho que separa nuestra
ciudad del extenso continente y había acabado con la resistencia
de reyes vecinos, menos inteligentes o más valerosos que
el nuestro, cuyo nombre prefiero callar para escarnio de su memoria.
Pelópidas sabía que era su deber dar algún
tipo de premio a sus soldados; así que, para dilatar un
poco más el momento de la destrucción de la ciudad,
declaró, no sin zalamerías, que se merecían
tres días de fiesta en honor a sus dioses (oscuras figuras
forjadas en hierro), certámenes teatrales y un torneo cuyo
premio sería —y me tomó del brazo con una
suavidad que estremeció mis sentidos— este muchacho
de la casta superior. Hubo un breve rumor de desconcierto, pero
de inmediato los soldados levantaron sus larguísimas lanzas
y golpeándolas contra los escudos ovacionaron al comandante
que yacía entre sus generales más cercanos, como
un Sardanápalo moderno. Los ojos de varios cientos de hombres
se posaron sobre mí, codiciado trofeo, y recorrieron mi
piel que mal disimulaba su fragilidad. Oré a la deidad
que me había sido asignada desde pequeño y juré
vengarme del primero que colocara una mano sobre mí; pero
veinte veces más me vengaría de mi rey, que a tan
hosca suerte me había abandonado. Pelópidas acariciaba
mi cabello ondulado y temí que quisiera probar la mercancía
antes de entregarla al ganador del concurso.
El resto de la noche no logré conciliar el sueño,
a pesar de que habían acondicionado para mí un rincón
nada despreciable de la habitación principal, protegido
por velos y eunucos ceñudos; un rincón apartado
donde una enorme ventana dejaba entrar el aire fresco que regresa
del desierto en las madrugadas. Los generales le habían
advertido a Pelópidas, en su tosco lenguaje, que esa ventana
sería una tentación para mí, que por allí
podría escaparme, que nunca se sabía lo que los
bárbaros de estas tierras eran capaces de hacer. Pelópidas
se acercó con ellos hasta la ventana y les señaló
la considerable altura a la que estábamos.
—A menos que sea un mono trepador, o un suicida, este muchacho
amanecerá mañana aquí, durmiendo.
Me lanzó una mirada lasciva, como si debiera prepararme
para una visita inesperada antes de la aurora. Yo no sentí
ni miedo ni rencor; todos esos sentimientos estaban reservados
para mi rey, cobarde y sin nombre.
Pude reconocer el camino de la luna en la bóveda oscura
de la noche; calculé la distancia entre las estrellas y
traté en vano de conocer el futuro que ellas reservan para
nosotros; incluso una estrella fugaz rasgó la oscuridad
y por un momento pensé que era una señal para la
acción.
De un bolsillo secreto saqué la figura que representaba
a mi deidad. La puse con cuidado sobre una de las almohadas y
me arrodillé ante ella, con la esperanza de que algo me
dijera, de que me indicara una solución y no permitiera
que yo, último vástago de una dinastía que
contaba entre sus miembros a emperadores y grandes sacerdotes,
terminara sus días inmóvil como una cosa, a merced
de un amo incierto, rudo, o cruel. Los últimos fulgores
de la luna daban a mi deidad un aspecto de ser vivo. Lloré
porque ahora que ya estaba preparado para conocer las delicias
de la carne, ahora que mis maestros terminaban mi formación
(había tenido varios muy buenos, venidos del norte y también
de Estagira y Eugenio fiel), el destino me sacrificaba a los placeres
de un puñado de bestias viles ávidas de trofeos
y premios sin razón. No había manera de rebelarme,
porque supiera la causa o no, Pelópidas tenía la
certeza de que no iba a ser capaz de acabar con mi vida por propia
voluntad, pues es cierto que para mi pueblo, los barbors, la horrenda
realidad del suicidio desequilibra el orden del mundo más
que cualquier otra cosa, nada se clava tan hondo en el corazón
de nuestros padres y en el futuro de nuestros hijos como el acto
voluntario de frenar el flujo vital que cruza nuestros cuerpos.
Toda vida es sagrada. La vida es una fe en nuestra ciudad y su
defensa un deber (por eso la medicina debe a nuestra ciudad innumerables
remedios contra las enfermedades mortales, y no hay bicho venenoso,
desde las serpientes de cabeza plana hasta el escorpión
de oscura cola y tentáculos violeta, que no encuentre su
antídoto entre las pusilánimes murallas de mi ciudad;
todos los moribundos han golpeado débilmente nuestras puertas,
pidiendo una última salvación). Arrodillado, pues,
miraba hacia la ventana, sabiendo que la única solución
honrosa me estaba vedada; prefería que el desprecio de
las generaciones venideras recayera sobre mí antes que
sobre mis padres y mis hijos nonatos.
Junté el dorso de mis manos y jugué friccionando
mis uñas unas contra otras, tratando de meditar, tratando
de que mi deidad me enseñara la manera más digna
de comportarme en esta desgraciada situación, cuando sentí
una presencia detrás de mí. Era Pelópidas.
En un principio pensé que estaba ebrio, costumbre que ya
conocía por las enseñanzas de mis maestros, sabía
que estos guerreros que tanto viajan son dados a los festines
nocturnos y nunca pude entender cómo se las arreglaban
para estar dispuestos siempre para la batalla, imaginaba que eran
exageraciones de los bardos, tan propensos a la alabanza fácil.
Por eso los poetas no eran bienvenidos en mi ciudad, aunque ahora
me gustaría ser uno de ellos para cantar el poema del cobarde
rey sin nombre, el rey de mi ciudad, que estaba detrás
de Pelópidas dibujando una sonrisa vil como todo su ser.
¿Habría una deidad que quisiera tenerlo bajo su
protección?
—¿No te dije, rey barbors, que tu joven príncipe
no iba a ser capaz de huir de su destino, el torneo que mañana
decidirá su futuro? Por mi parte te digo que no me disgustaría
si mi campeón sale victorioso y me entrega esta joya para
el harén. Sería capaz, incluso, de protegerlo con
mi escudo luchando en las filas de la falange—, dijo Pelópidas,
con los ojos brillantes y ávidos pero evidentemente sobrio.
—¿Le enseñarías el arte de la guerra,
mi señor?—, babeaba el rey, para mi vergüenza.
—Y muchas otras cosas, si se deja.
Ambos se acercaron a mí, que me había levantado
rápidamente y había escondido a mi deidad entre
mis ropas (en nuestro pueblo existe la creencia de que si alguien
puede ver al dios que nos protege fácilmente será
el dueño de nuestro destino). Me miraban como si se tratara
de una nueva especie de homínido que hubiera sido capturada
en lo profundo de la selva (nuestra selva sagrada) y que era digna
de toda la atención. Los eunucos parecían no hacer
caso de lo que ocurría pero no podía yo dudar que
su agilidad estaba preparada para cualquier movimiento sospechoso
que hiciera. Debía tener cuidado con el filo de sus espadas.
Pelópidas posó su brazo sobre mis hombros y de nuevo
sentí el estremecimiento que recorriera mi piel cuando
me tomara con sus enormes manos. Con vergüenza habría
reconocido el movimiento voluble de mi vientre y el cosquilleo
más abajo de mi ombligo, el endurecimiento de mis fuerzas;
también que sentía la forma de mi deidad escondida
entre los pliegues de mi túnica. Mi rey (pero los dioses
lo hundan con todas sus fuerzas en el océano de la vergüenza
y el olvido) me tomó por la cintura y las náuseas
se encabalgaron sobre el cosquilleo. Me llevaron hasta el borde
de la ventana y me mostraron lo que hasta ese momento no había
querido ver: las antiguas habitaciones de mi rey habían
sido construidas de tal manera y a tal altura que era posible
divisar la frontera de nuestro reino y algunas de las hogueras
de las viles bestias que viven en el extenso continente.
—¿Te gustaría conocer el mundo más
allá de los límites de este reino, muchacho?—,
dijo Pelópidas y me estrechó con más fuerza
(o ternura).
—Sí, sí, ¿te gustaría?—,
repitió asquerosamente el rey.
Antes de contestar cerré los ojos e hice el mohín
que mi maestro de retórica me enseñara para los
momentos en que el orador quisiera seducir al público que
le escucha. En mi vientre, entre los pliegues y las venas endurecidas
de mi entrepierna, mi deidad reposaba escondida de todo ser viviente,
pero hablándome en el secreto idioma que habíamos
inventado a lo largo de los años. De pronto entendí
todo lo que había estado diciéndome esa noche y,
como la estrella fugaz que había cortado la oscuridad trayendo
un mensaje cifrado de la bóveda celeste, toda mi vida pasó
frente a mí, desde los primeros llantos de hambre sobre
el pecho de mi madre hasta los besos en la suave nuca que di a
mi último maestro, el de Estagira; todo se me hizo claro
y entendí que la aurora se acercaba, que la apacible noche
se alejaba y volvían al desierto los aires reconfortantes
que hacen dormir.
—¿Quiere que le diga la verdad, comandante?
Pelópidas bajó la mirada, quizás un poco
sorprendido de que mi voz fuera tan resuelta, asustado tal vez.
Mi rey, vergüenza de nuestra estirpe, sonreía como
sólo lo hacen los que no saben lo que va a ocurrir. Yo
parpadeé otra vez, como me enseñara el maestro de
retórica, alargué los labios como si fuera a señalar
un objeto con ellos, me arqueé con toda la fuerza que un
adolescente puede acumular, y los empujé al vacío.
Quizás mi rey nunca se enterara, pero estoy seguro de que
Pelópidas cayó en cuenta de lo que ocurría
justo antes de destrozar su cabeza contra las rocas que sostienen
nuestra pusilánime muralla. Los eunucos parecían
inmóviles como cosas y yo, en justo homenaje a los estertores
que sus brazos me produjeron, ahora reino entre los barbors con
el nombre de Pelópidas, el segundo de una estirpe sanguinaria
y guerrera.
Para David Hernández Montesinos, maestro del domus.