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JUAN ANTONIO GONZÁLEZ ROMANO
Sevilla

 

LA ENCRUCIJADA

Has subido al autobús como todos los días; con cierto complejo de culpa por no haber guardado la cola, vas entrando lentamente. Comienzas a mirar a tu alrededor y vas viendo caras; caras y cuerpos. A veces sólo cuerpos, o al menos primordialmente. En ocasiones tienes la sensación de que no hay ningún ser que pueda alegrar tu viaje. Cuando te sientes optimista piensas en la utópica frase de que en toda mujer hay alguna parte aprovechable. Vuelves a mirar y piensas que físicamente no se cumple la máxima anterior; y el aprovechamiento espiritual está lejos de ser fácil en un autobús de línea. Entonces rebajas tus intenciones y miras de nuevo. El menos desagradable de los cuerpos se convierte entonces en tu objetivo y te das cuenta de la realidad de la teoría de la relatividad. Ante la mediocridad, cualquier atisbo lejano de belleza se convierte en verdad, aunque sólo por el espacio de un viaje. Sublimas la normalidad, hasta que algo más importante -un empujón, un frenazo, una rama que choca con el techo del autobús- te distrae.

Otras veces, sin embargo, el primero de tus sueños de viajante se cumple, y una mujer hermosa te está esperando en el interior del vehículo. Te colocas entonces en el lugar desde donde puedas contemplar con discreción a la mujer elegida. Es hermosa. Su cuerpo, sutilmente adivinado tras la tela encorvada entre dos botones provocativos, te atrae, te llama imperceptiblemente. Es entonces cuando te dedicas al arte de la deducción a-científica. Imaginas qué voz tendrá; qué gustos, qué ocupación. En ocasiones tratas de convencerte a ti mismo de que tampoco es para tanto, que las hay mejores, que tiene un rictus extraño o quién sabe qué. Te sientes entonces más tranquilo y más satisfecho: desconocer a una belleza es grave, pero no importa que ignores a una más.

Pero llega ese día en que no es una más la que te espera. Encuentras entonces a la mujer que buscabas y una mirada indiscreta se te escapa. Notas que ella te mira y cruzas tu mirada, comprobando que ella hace lo mismo. En un momento os habéis mirado los dos. Debo hablar con ella, asaltarla, no dejar pasar esta oportunidad, te dices. Piensas en todas las manidas preguntas que has oído tantas veces en el cine, que si cenar, que si salir, que si sexo. Vendrás conmigo, le dices, pero piensas que es absurdo, que no la conoces, que tal vez sea una mujer insulsa y que acabarás autoconvenciéndote de que no lo es por la cuenta (sexual) que te trae, y que te acomodarás a sus ideas, y que no será como tu quieres pero te negarás a reconocerlo. O acabarás dejándola, o dejándote, y para qué decir nada, entonces. Pero no, esta chica no es así, piensas; arrebatada por tu pregunta extraña, por el asalto de un desconocido, se sentirá atraída por la aventura y te aceptará. Estás convencido. Pero ¿podrá tu ego resistir estar con una mujer que es capaz de lanzarse al abismo con un hombre recién encontrado en el autobús? Quién te dice que mañana no habrá otro autobús para ella, y otro hombre, y cómo lo resistirás. No, eres demasiado aprensivo como para confiar en una mujer que va dejándose seducir por las calles.

En un postrer arrebato piensas que ella no es así; miras su cuerpo y ese no ha pasado por muchas manos, piensas. No es de esas. Un sentimiento de alivio recorre tu cuerpo. No es así ella, no. Pero entonces no responderá a tu pregunta, te mirará extrañada, te ignorará o sonreirá, tímidamente, tratando de indicarte que prefiere no haberse enterado, que la dejes en paz. No hay solución, ¿qué harás? Llega tu parada. Bajas. Mañana, ciertamente, será otro día. Y otro viaje