LA ENCRUCIJADA
Has subido al autobús como todos los días; con
cierto complejo de culpa por no haber guardado la cola, vas entrando
lentamente. Comienzas a mirar a tu alrededor y vas viendo caras;
caras y cuerpos. A veces sólo cuerpos, o al menos primordialmente.
En ocasiones tienes la sensación de que no hay ningún
ser que pueda alegrar tu viaje. Cuando te sientes optimista piensas
en la utópica frase de que en toda mujer hay alguna parte
aprovechable. Vuelves a mirar y piensas que físicamente
no se cumple la máxima anterior; y el aprovechamiento espiritual
está lejos de ser fácil en un autobús de
línea. Entonces rebajas tus intenciones y miras de nuevo.
El menos desagradable de los cuerpos se convierte entonces en
tu objetivo y te das cuenta de la realidad de la teoría
de la relatividad. Ante la mediocridad, cualquier atisbo lejano
de belleza se convierte en verdad, aunque sólo por el espacio
de un viaje. Sublimas la normalidad, hasta que algo más
importante -un empujón, un frenazo, una rama que choca
con el techo del autobús- te distrae.
Otras veces, sin embargo, el primero de tus sueños de
viajante se cumple, y una mujer hermosa te está esperando
en el interior del vehículo. Te colocas entonces en el
lugar desde donde puedas contemplar con discreción a la
mujer elegida. Es hermosa. Su cuerpo, sutilmente adivinado tras
la tela encorvada entre dos botones provocativos, te atrae, te
llama imperceptiblemente. Es entonces cuando te dedicas al arte
de la deducción a-científica. Imaginas qué
voz tendrá; qué gustos, qué ocupación.
En ocasiones tratas de convencerte a ti mismo de que tampoco es
para tanto, que las hay mejores, que tiene un rictus extraño
o quién sabe qué. Te sientes entonces más
tranquilo y más satisfecho: desconocer a una belleza es
grave, pero no importa que ignores a una más.
Pero llega ese día en que no es una más la que
te espera. Encuentras entonces a la mujer que buscabas y una mirada
indiscreta se te escapa. Notas que ella te mira y cruzas tu mirada,
comprobando que ella hace lo mismo. En un momento os habéis
mirado los dos. Debo hablar con ella, asaltarla, no dejar pasar
esta oportunidad, te dices. Piensas en todas las manidas preguntas
que has oído tantas veces en el cine, que si cenar, que
si salir, que si sexo. Vendrás conmigo, le dices, pero
piensas que es absurdo, que no la conoces, que tal vez sea una
mujer insulsa y que acabarás autoconvenciéndote
de que no lo es por la cuenta (sexual) que te trae, y que te acomodarás
a sus ideas, y que no será como tu quieres pero te negarás
a reconocerlo. O acabarás dejándola, o dejándote,
y para qué decir nada, entonces. Pero no, esta chica no
es así, piensas; arrebatada por tu pregunta extraña,
por el asalto de un desconocido, se sentirá atraída
por la aventura y te aceptará. Estás convencido.
Pero ¿podrá tu ego resistir estar con una mujer
que es capaz de lanzarse al abismo con un hombre recién
encontrado en el autobús? Quién te dice que mañana
no habrá otro autobús para ella, y otro hombre,
y cómo lo resistirás. No, eres demasiado aprensivo
como para confiar en una mujer que va dejándose seducir
por las calles.
En un postrer arrebato piensas que ella no es así; miras
su cuerpo y ese no ha pasado por muchas manos, piensas. No es
de esas. Un sentimiento de alivio recorre tu cuerpo. No es así
ella, no. Pero entonces no responderá a tu pregunta, te
mirará extrañada, te ignorará o sonreirá,
tímidamente, tratando de indicarte que prefiere no haberse
enterado, que la dejes en paz. No hay solución, ¿qué
harás? Llega tu parada. Bajas. Mañana, ciertamente,
será otro día. Y otro viaje