EL CORAZÓN AMARILLO
huyendo a un lugar que por más que me engañe
y revise los mapas
sólo estará en el espejo en que me reconozco algunas
mañanas.
FERNANDO DÍAZ SAN MIGUEL
Ella siempre decía que el mar es una mujer que nos roba
los hijos. Ella siempre había vivido tierra adentro, donde
las palomas se beben la sangre que luego es devuelta a los sembrados.
Los niños de aquel pueblo solían correr por la
playa todas las mañanas de niebla. Se dejaban la risa en
una caracola y las lágrimas en los vientos propicios.
Los niños de aquel pueblo tenían el corazón
amarillo.
Esto fue descubierto por casualidad una de esas mañanas
sin bruma que hacen que el puerto no sólo sepa a madrugada
y a peces moribundos. Una de esas mañanas que tanto se
echa de menos a quien amamos, porque parece que todavía
nos quiere lejos y todavía nos muerde las piernas. Nos
muerde y nos besa todavía detrás de la ventana.
Era soleado.
Dicen que se lo encontraron, pero es mentira. Todos supieron que
había muerto cuando los niños se levantaron diciendo
que les dolía la cabeza como si una marejada.
Se vistieron de blanco y fueron a darle un minuto al océano
sin saber muy bien si era para tropezar un cuerpo seguro, o para
que alguien siguiera clavando los dientes y diciendo una frase
que entre paladar y carne no se entendía. Los niños
iban detrás hoy, dejándose la risa en los bolsillos
porque tenían un dolor de cabeza como si una medusa.
Ella, desde el tiempo de los osarios crecía mundo arriba,
donde la sangre que se beben las palomas acaba alimentando a los
hombres por tálamos y cocinas. Tal vez por eso, porque
hacía mucho que ya comía el pan de la vejez, porque
siempre decía que el mar es una hembra que nos roba los
hijos, ella adivinó aquel paseo vidrioso y sin brújula
ni alisio. Se vistió de blanco y fue a darle un minuto
a su enemiga.
Desde su casa, en un alto, podía ver a sus vecinos ,y como
tenía los ojos ancianos pensó con cierta melancolía
que parecían el reflejo de las nubes y que desde su casa,
desde esa altura, sería bastante fácil pisotearles.
Aquel día odió un poco menos a las hormigas.
Cuando llegó hasta la playa, aquella mañana en la
que la brisa trajo aquel sabor oceánico y umbrío
del te quiero de la saliva, ella fue reuniendo a todos sus amigos
y a todos sus hijos con todos sus recuerdos y todos sus dolores
de cabeza como si rompientes.
Ella, que también había llegado a comprender, que
también se había vestido de blanco y también
no supo si buscaba la realidad o el espejismo, les explicó
que ya sabía lo que significa la última sílaba
de la palabra muerte, así que los ordenó en flotas,
los hizo en procesiones para segar las dunas, para anticipar la
fosa, aventar conchas y peces para separar la arena del destino.
Dicen que se lo encontraron, pero es mentira. Aquella mañana
el viento iba dando empujones, iba con el acento del ya no te
quiero que tanto se echa de menos en los días soleados.
Ese viento que pone tan tristes las olas, que habla con los ojos
vueltos y a trompicones, como se dice te quería en los
amaneceres soleados de antes. Iba empujando, hablando cosas que
ya sólo se buscan a veces detrás de la ventana.
Que sólo se buscan a veces. No, no iban a la deriva aunque
lo pareciese, por eso no se lo encontraron, porque en la playa,
saber que a un niño se le está escapando el contorno
es imposible que se sujete a la casualidad o al dolor de cabeza.
Lo vieron todos. Tendido, con la boca del auxilio, sembrado por
el escalofrío del buzo, con un cuerpo que era más
una rama partida, una estatua desechada por el escultor y la musa.
Un cuerpo que gritaba pero que se había dejado el grito
en el agua. Y el beso del adiós, que siempre se da en la
mejilla, se mezcló con su desnudo.
Ella, que después de tantos años se resistía
a que el mar entrase en sus ojos, fue la primera en darse cuenta.
Ella, que había nacido tan lejos, le señaló
al pecho y no sin cierta melancolía dijo que su corazón
era amarillo.
Los otros niños llegaron luego, de blanco y escamas, chapoteando
la arena, que sonaba con un ruido pequeño, como suenan
los barcos amarrados. Uno a uno, niño por niño,
con los ojos grandes y fijos de un faro, le fueron desanclando
un adiós, reteniéndole una ola en la garganta y
en la memoria, poniendo la caracola con su risa en una región
que no es ni el dolor ni el remordimiento ni la luna. Era soleado.
Cuando se le acercó la niña que la noche anterior
le regaló su primer beso, ése que él ya nunca
recordaría en los días de claridad, aquel beso con
sal y cristalitos, aquel mordisco pequeño, mínimo,
ruborizado que a él le convirtió en capitán,
ella tenía ya por hijo un mar atado en los ojos, un muro
de lágrimas que lo hacían nadar desde ella y que
sólo desde ella volvían a repetir su naufragio.
Nadie llegó a saberlo con seguridad, pero esa mañana
todos se fueron a su casa o a su navío o a sus labores
con la extraña sensación de que habían perdido
aquel amor antiguo, que tal vez aun les quiere, porque los niños
del pueblo tenían el corazón amarillo y se morían
sin saber por qué y sin que nadie les echara de menos.
Y se morían y la gente iba a buscarles despistadamente,
sin saber muy bien si estarían allí o si no estarían,
porque en realidad iban dando patadas a todas las cosas para encontrar
un terror o un pie descalzo mientras pensaban en el último
telegrama que le suplicaron a aquel alguien a quien amaron y mordieron
como se muerde la fruta del mediodía. Ya no era soleado.
Al final del día ya no quedaban niños en aquel
pueblo. Esto ocurrió a esa hora de la tarde en la que el
mar se pone verde y los marineros van dejando una descendencia
de olas de otros tiempos por los bares o el hospital. O colgando
un cargamento susurrado de arpones y ballenas entre las ojeras
y el ombligo de sus mujeres.
Ella pensó que no había nada más alegre
que un puerto silencioso, vacío, con las redes vacías
y rotas, con la lonja vacía, con una sola persona rota
y vacía. Y esa estatua al pescador que pusieron, que no
era más que una gran ancla que parecía hundirse,
sujetar la soledad extraña del puerto, sujetar las palabras
que los días de sol dejan tiritando en las amarras, esas
manos que ya no se encuentran y no se buscan, todo eso allí,
anclado. Y ese ruidillo casi de charco que hacen los barcos quietos.
Sí, ella pensó que no había nada más
alegre.
Estuvo paseando durante un rato así, mientras meditaba
la razón que habría llevado al mar a alimentarse
tanto. De repente, unos dedos que ya no existían volvieron
a alcanzarle los senos. Otra vez sintió las espigas, el
cénit de la siesta y el sueño, el campanario nocturno
que tutelaba la oscuridad donde se prodiga la fuerza del toro,
el serrucho inexperto de las caderas antiguas. Todo aquello que
en su tierra no tiene azul ni sonrisa, sólo resbalamiento,
sólo consecuencias marinas. Cuando esa mano dejó
de retrocederle el vientre hasta la seda, miró al océano,
enorme, agazapado, y vio algo extraño, algo que a partir
de entonces tendría mucha dificultad en los mapas, pero
que podía ser casi lógico en aquella tarde sin bruma
y sin niños: estaba menguando el nivel del horizonte. El
mar se secaba. Ya no era soleado.
Regresó a la playa y encontró a sus vecinos reunidos,
en flotas, en procesiones, en enjambres, mirando con curiosidad
y trajes blancos el misterioso hueco que se abría entre
la puesta de sol y la salpicadura cansada de las olas, la extrañeza
lateral de los cangrejos, y el primer despeinado quieto de las
algas. El mar estaba seco. No estaba.
A los capitanes se les puso la cara de arena y lo único
que fueron capaces de decir es que se habían quedado sin
trabajo. Presintieron, a lo lejos, en esa hora que lo tiñe
todo de verde, la impotencia del tiburón. Fumaron un rato
y se fueron a casa. Y en su casa no había niños.
Aquella noche, como era un domingo tan raro, las gaviotas decidieron
violar a las viudas de los marineros para mejorar su tristeza,
para redondear el vacío que ellas presintieron en su noche
de bodas, el miedo que habían renovado cuando esa mañana
se descubrió por casualidad el corazón amarillo
del niño muerto.
Dos hijos tuvo cada mujer, uno quería ser pez y otro quería
ser pescador. Ella, que siempre había vivido arriba, donde
la muerte de los besos se olvida tejiendo la colcha en la que
otras palomas dejarán la sangre, dijo que la solución
sería traer un mar a trozos de mar de otros pueblos, recobrar,
al menos, el pedazo de agua que se puede ver desde las olas hasta
el horizonte.
Ella, no sin cierta melancolía, también tuvo que
dar a luz y a bruma dos hijos. Pero como uno de ellos dijo que
quería ser labrador, a su hermano no le quedó más
remedio que ser tierra.
Pero aquel mar era distinto. Tenía un color parecido,
su movimiento, su cadencia, su ritmo eran similares a los que
tuvo el anterior. Incluso era más hermoso el verde que
cogía al atardecer. Era incluso más cálido.
Pero ese mar era distinto.
Esto se descubrió por casualidad una de esas mañanas
sin bruma que hacen que el faro no sólo tenga aquel sabor
eléctrico y astillado de su ojo y de los buques. Una de
esas mañanas en las que todos los indicios del sopor todavía
apuntan a la ventana, esa ventana que recorta el cielo limpio,
sin nubes, como si fuera una fotografía que se ha quedado
en alguna región que no es ni la tristeza ni el cansancio
ni la luna. Era soleado.
Pero aquel día de claridad, a los niños del pueblo
se les olvidó que tenía que dolerles la cabeza y
morirse sin razón. Y a todos los que hubieran tenido que
pasear por la playa sin mayor motivo que los recuerdos, se les
olvidó rercordar. Nadie recordó nada suyo.
Vagaron por las calles, chocaron el vacío de sus ojos por
todas las paredes, los desconchones, las ventanas abiertas, por
todo aquello que no da reflejo, que no podía reconocerlos.
Sus pasos se perdían y entrelazaban y todos los recuerdos
tenían rostros y piernas que no eran suyos y que no eran
de aquel alguien a quien mordieron como se muerde algo que ya
no sabían qué era, pero que debió ser agradable.
Ella, que siempre había vivido mundo adentro, donde la
sangre siempre es antigua y siempre renueva sus siglos, pensó
que todo eso no era alegre, había demasiada gente en el
puerto, demasiada gente y demasiados peces moribundos. Las velas
y las redes ya no estaban vacías ni rotas, pero sí
los recuerdos, que llegaban empujados por un viento despistado,
torpe, que venían a trozos, a retazos. Y eso no era alegre,
eran otras manos, otras caderas, otra boca, unos dientes que primero
apretaban con más fuerza y luego eran otros dientes. Y
detrás de la ventana siempre había otro, alguien
nublado que siempre era distinto. Y ella sabía que ese
recuerdo no era suyo, que venía y se instalaba y la invadía
y le traía una tristeza que no era suya, porque ella pudo
llegar a saber la existencia de un hueco, algo que se había
perdido o escapado y no era posible recordar qué fue.
El viento de aquel día sin nubes trajo un nuevo acento,
otras voces, esas que dicen el te quise pero ya no te quiero de
una conversación cercana, ajena, que a veces oímos
con envidia, con sombra, sin atender a lo que nos dicen, sin poder
recordarlo. Todo eso que ya no tiene ventana ni estremecimiento,
ni ese dolor tibio de antes, sólo desapego, sólo
consecuencias de la escarcha.
Tal vez por eso, y porque todos sabían que no es bueno
que el amor y la muerte hablen de sí mismos, aquel día,
cada trozo de mar de otros pueblos devolvió a la playa
toda una multitud de trajes blancos en racimos, en enjambres,
en grupos de búsqueda de algo oscuro y vago. Y todo el
pueblo se inundó con el olor a quemado de la horfandad.
Ella, como era de muy lejos, fue la última en empezar con
el talón lo que tendrían que completar los hijos
y las campanas. Por casualidad miró al corazón de
sus vecinos y vio que era un corazón normal. Sin embargo
esto le produjo una enorme, una desamparada melancolía,
una melancolía sin oxígeno. Y se murió contenta
sin recordar por qué. Ya no era soleado.
Muchos años después, lejos de allí, un hombre
que siempre quiso ser labrador y su hermano habitaron una región
que no fue ni el exilio ni la decepción ni la luna.
Un día, uno de esos días especialmente nublados
del verano, el labrador segaba los minutos de espiga que le separaban
del beso, del mordisco tembloroso, de la mano irresponsable. Cuando
levantó la vista comprendió el dolor de las montañas,
lejanamente, como si sólo pasara ante sus ojos, enorme
y agazapado, algo que viajase con el bochorno y que le hacía
comprender el poderoso resuello de los toros.
En medio de aquel sembrado sintió una sed infinita, una
sed que le abría por dentro como abre una azada, una sed
terrible como sólo se tiene en el horizonte mismo del océano.
En medio de aquel sembrado, él recordó algo incierto,
la memoria le hizo niño. Recordó, tal vez, algo
amarillo que se acerca, ordenándose y recuperando su forma
original, su labor cotidiana. Y un niño que podría
ser él. Y la sensación, vaga y oscura de estar perdido
o esperando encontrar alguna imagen detrás de alguna ventana.
Y se encontró buscando algo azul en medio del calor y del
plomo. Cerró los puños, cerró los ojos, no
soportó la alegría y se marchó llorando.
Cuando llegó a casa dejó un cargamento acariciado
de arados y cosechas entre las pupilas y el descalzo de su mujer.
Se dejó besar con arena y tallos y fogones y cansancio,
se dejó besar con sabor al hastío de las iglesias,
con sabor a barro y a gris de calles y de perros. Se dejó
morder y nada le dolió excepto el dolor de cabeza.
Después simplemente dijo que se tenía que ir. Hizo
la maleta, odió un poco más a los gorriones y fue
a despedirse de su hermano, que lo abrazó vago y oscuro.
Volvió a su casa, su mujer se dejó besar y por eso
la odió un poco menos. Luego comenzó a caminar.
Desde el lado interior de la ventana, su mujer le lloraba un mar
pequeño, mínimo, nublado y envejecido ya. Hacía
mucho viento. Él, que sabía lo que significa la
última sílaba de la palabra muerte, se volvió,
se dejó mirar por aquellos ojos que ponían los campos
tan tristes, y con cierta melancolía dijo que se iba porque
tenía que irse, porque el mar nos roba los hijos, porque
los barcos, las gaviotas, porque el azul... Mi corazón
es amarillo y mañana va a salir el sol. Se dio la vuelta
y siguió caminando.
Qué alegre resultaba todo aquello. Tengo el corazón
amarillo. Tengo el corazón amarillo.