|
JUAN CARLOS CHIRINOS |
Valera, Venezuela, 1967 |
TUM, TUM
Oigo el sonido del agua sobre tu cuerpo; son gotas que golpean
sobre ti. No me cuesta nada imaginarte desnuda bajo la regadera,
con los ojos cerrados e indefensos. No es el sonido del agua,
es tu propio sonido el que se crea en el contacto entre las gotas
y tu piel; ¿pasan tus manos de un lugar a otro, eliminando
la espuma del jabón? ¿Cede tu cabello a la suavidad
del champú? Se oculta, eso sí lo sé, tu sexo
al mínimo contacto con el agua templada, y tus nalgas hace
tiempo que son las pulidas lajas de un manantial. En el pueblo
de mi padre hay una piscina natural donde todas las vacaciones
íbamos a bañarnos, y a recordar que, en otro tiempo,
él también anduvo como un muchacho jugando entre
árboles y culebras. Así mismo repto ahora por tu
cuerpo y tú no lo sabes, soy la serpiente que seca tus
caderas y absorbe el sonido de tus muslos. No, no cierres todavía
el chorro, abre un poco más la llave del agua caliente
(dale la vuelta a las dos a la vez), y déjame aullar que
tus pezones son dos puntos equidistantes. Saca tu lengua y bebe
un poco del agua que te limpia, dame la oportunidad de entrar
en ti y lavar inverso el cuerpo. Haz que tus manos obedezcan mis
indicaciones y deja que una de ellas se detenga más de
lo debido en la forma de tu seno, que la otra acaricie con ternura
el lóbulo de tu oreja. Paralízate en ese momento
y ahora busca otra posición, como en sesión de fotografia.
Ahora tu pierna se posa en el borde de la bañera y las
manos aún respetan mis indicaciones; el agua corre con
más libertad en tu ingle y ya se puede ver el rosado de
tu sexo, pero tus manos no deben bajar hasta allí todavía;
mueve una delante de tu cara y cuenta cada uno de los dedos; trata
de leerte, a pesar del agua que chorrea y que no puedes atrapar,
las líneas de la mano. ¿Has visto algún viaje,
fortuna, un novio quizá? No des crédito y concéntrate
en la otra mano que ya limpia como puede la espalda y se deshace
de un resto de excremento mal depositado. Te hueles esa mano instintivamente,
sabes que ese olor es rico, que una lámina de mierda es
manjar de dioses en el baño. El jabón, siempre a
la mano, vuelve por sus fueros y se deshace en los campos de la
piel. Los senos vuelven a ser peligrosos montículos para
esquiadores finlandeses. Una mano aprieta un pezón y la
otra se abraza a tu cintura, antes de agacharte y bajar hasta
los pies donde el sucio tiene su último refugio. Entre
los dedos de tus pies, hombres, mujeres y niños de la mugre
mueren bajo la hecatombe de tus dedos y el jabón que los
eliminan implacablemente. El genocidio de una nación. Ahora
el otro pie sube. El agua se encarga de la percusión en
tu espalda, tum, tum, y el jabón te ayuda a escapar de
algunas tentaciones. Mas tus dedos siguen órdenes estrictas
y ya es hora de ir para allá. El índice de una mano
va haciendo camino y se topa con el armiño y la lana. Hay
una abertura, por allí habrán de pasar. El rosado
de tu sexo ya sabe lo que va a suceder y se relaja, en espera
de los acontecimientos; el jabón es un camuflaje para los
dedos, que no quieren ser reconocidos; en tu rostro hay alarma,
la boca está sorbiendo gotas que caen de tus negros cabellos,
inclinados a estar sujetos a tu cabeza y felices bajo la regadera.
Bajas el pie y te apoyas en la pared, tum, tum, déjate
ir, déjate ir. Maldición. Has olvidado, creo yo,
deshacerte del jabón de las plantas de tus pies y por eso
te resbalas justo en el momento más álgido, cuando
recordabas cómo él te tomó por la cintura
y te atrajo hacia ti, bajándote de tus zapatos. La regadera
te salva y vuelves en ti. Has estado a punto de morir, fue como
una premonición. En un instante, el momento en que tu cabeza
casi se quiebra sobre los azulejos, tu vida toda pasó frente
a ti y presenciaste el momento aquél en que tu padre te
dejó frente al jardín de infantes, tú vestida
de verde, como un obrero verde, y los niños mirándote
como ser extraño. Sabías que eras la última
en llegar y trataste de entrar con la mayor dignidad posible.
Pero la mala suerte estaba detrás de ti: te detuviste justo
debajo de un sube-y-baja, que no tardó en caerte encima.
No supiste si todo el mundo reía porque de allí
brincaste al día de tu graduación, tú agarrada
de la mano de ese muchacho (¿cómo se llamaba?) y
él rogándote que se fueran a un lugar más
solitario, y tú con ganas de decir que sí, pero
tu mamá, y tus tías, y todas tus amigas, y la vecina,
y las monjas y. Primer trabajo, los hombres pululando a tu alrededor,
la boda y los hijos y todo lo demás. La llamada nocturna
de aquella extraña secretaria de tu esposo y el carmín
en una camisa. El asesinato de Kennedy, la explosión del
Challenger, los quinientos años del ¿descubrimiento?
de América, la nacionalización del petróleo,
la guerra de los siete, treinta o cien días, quién
sabe. La muerte de tu primer hijo, la viudez y las obras de beneficencia;
el juicio por la casa con la ex de tu hijo mayor. Los cólicos
súbitos aquella tarde con tu mejor amiga, sus nietos y
los tuyos; el trozo muy sazonado de carne que todos te dijeron
que no comieras y los gases toda la noche. Los retortijones y
el mal olor. El grito más bien débil de tu hija
y la ambulancia. Los dolores en el estómago ya anciano,
la mirada entre soñolienta y preocupada del doctor y al
final el píiii de una máquina que anunciaba tu muerte
y tú todavía estabas allí, que no te enterraran,
que se aseguraran de que no respirabas, de que no tenías
conciencia. El temor de estar dentro de un ataúd viva y
las ganas de orinar. El "lo siento mucho" del doctor
escuchado en lejanía, y nada más. Así pasaron
ochenta años delante de ti, justo en el momento en que
tu cabeza iba a quebrarse sobre los azulejos llenos de jabón.
"Pero si aún tengo treinta años", piensas,
recobrando el equilibrio. Cierras la ducha, hueles el café.
Una toalla te devuelve al mundo tal como llegaste y enciendes
el televisor al borde de tu cama, pensando que volveré
a ensuciar lo que con tanto esmero cuidas cada día. Tu
cabello se resiste: ama el ritmo que el agua le imprime, ahora
los sonidos de la regadera y no se quiere ir, quiere caerse, tum,
quiere que vuelvas al mundo inicial, tum, y tus manos tratan de
convencerlo, la vida normal, tum, tum. Miras las noticias, hueles
el café, acomodas un pendiente. Tum.
|
|