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GABRIEL WOLFSON

Puebla, México, 1976

Ilustraciones: José Zazo

 

EL POETA EN EL ESTADIO

Ir al estadio como quien va a una cantina, a un parque, al psicólogo, los peores a rezar o sólo a murmurar algo bajo una imagen que llegaría a causarles repulsión si la observaran con detalle, a rezar, sí, o a tomar un café, como todos, una sinécdoque desafortunada, tomar un café, cuando en realidad están deseando un par de horas fuera de la misma soledad y otro par de amigos que les

devuelvan una mínima confianza en el género humano, así que: tomar un café, concluyó Mario Fernández mientras su boleto iba perdiendo longitud en sucesivas puertas que lo conducirían finalmente a la platea oeste, bancas azules con brazos y respaldo. Sólo en nuestros países los mejores asientos, los boletos más caros son los últimos en terminarse, siguió Mario y luego por segunda vez en el día, por décima vez en la semana y por incalculable ocasión en este último año, Mario se enojó consigo mismo, quiso reprenderse por esa manía de hacer una reflexión de cada cosa con la que se enfrentara en el día, aun lo más simple como haber conseguido este boleto (siempre será más fácil hallar un solo asiento, quién viene al estadio sin compañía), platea oeste, segunda fila junto a las escaleras, pero más que reflexiones sobre lo nimio, un continuo debate con él mismo, dos, tres, diez cerebros observándose y juzgando, ¿paranoia?, se preguntó, y se dijo en un susurro: el hecho de que yo sea paranoico no quiere decir que no me persigan. Sonrió de buena gana al recordar esa frase de un viejo maestro de la universidad, un lema de batalla o un abrir boca para la charla con las alumnas jóvenes. Sonrió Mario y luego imaginó que su sonrisa era única en medio del bullicio de un estadio casi lleno, no es precisamente una sonrisa lo que se viene a practicar aquí sino el grito liberador, el silbido más agudo que en cualquier otro escenario sería insoportable, el comentario erudito sobre planteamientos tácticos en la media cancha. ¿Qué hago entonces en el estadio?, diluyó su sonrisa Mario Fernández y recordó: parque, cantina, psicólogo, la sinécdoque del café, intentos por rellenar ausencias, vanos sustitutos de qué, contrapesos en la hipotética balanza de la sensibilidad humana. El sonido local anunció las alineaciones de los equipos, dos hileras de altavoces a la orilla del techo que retumbaron la estructura metálica y provocaron la desbandada de docenas de pájaros que yacían por ahí, sin compartir la fiesta general. Érase pues un techo tranquilo de palomas que palpita entre los pinos y las tumbas, recitó Mario ya sentado en su butaca mientras seguía con detalle el vuelo de qué, paloma o gaviota, por qué no te gustó nunca Valéry, querida Sara, por qué no lo dijiste desde el principio en vez de aparentar que sí, que lo disfrutabas, que algo había en Valéry que lograba, bueno, no logró nunca nada, el buen viejo, Valéry, ni qué logró este otro viejo, un joven viejo (¿quién me dijo eso?), nada tampoco, entristecer el tiempo antes de tu partida.

Un juego decisivo, según había escuchado en la televisión, en realidad nada decide, tres puntos al que gane, lo normal, pero es que siempre inventarán intrigas, rivalidades añejas, porcentajes y otras operaciones matemáticas, casi ecuaciones, algoritmos, la geometría analítica de la tabla de goleo, sonrió de nuevo Mario, para que vaya la gente al estadio, sin darse cuenta de que la gente no viene por tres puntos, por un cero setenta y cinco para el descenso sino por otras causas, el grito liberador, etcétera, aunque claro, imagínate que anunciaran: en el juego de hoy no se decide nada, un partido sin ninguna importancia, qué bien sería eso, Sara, que dijeran: dos equipos mediocres, se augura un cero a cero y veinte grados a la sombra, pero ya se sabe: venga al futbol con la familia, tráigase a sus amigos, jovencito, de una vez a la novia para ir dejando claras las cosas, después de todo un par de cervezas, cambiar la rutina y siempre existirá la posibilidad de ser el afortunado espectador de un golazo, como aquellos tres mil (sólo tres mil, calculó Mario, en un país de cien millones cuyo porcentaje de analfabetismo futbolero se reduce al cinco por ciento) que asistieron al milagro de un gol de meta a meta hace unos años. Yo entre ellos, querida Sara, y tú te perdiste para siempre de un gol como ese porque entonces no te gustaba el fut y no había ningún Mario Fernández a quien complacer y ahora no habrá más estadios para ti, Sara, ese a ere a, Sara, sonido suave, corto, una gota de liquen sobre la corteza de un árbol centenario. Saltó a la cancha el equipo local (no saltó, pensó Mario, quién vio a nadie saltar aquí, hermosas metáforas futboleras, alguien debería escribir algo con ellas), calzoncillo azul, camiseta blanca, franja diagonal, el director técnico ya encendiendo su primer cigarrillo (cómo un cigarrillo en medio del deporte, recordó Mario que decía un entrenador de la secundaria, vano fanatismo de lo saludable entre jóvenes adeptos al tabaco iniciático) y el saludo, los brazos hacia arriba y el rostro hacia los cuatro puntos cardinales del estadio, la gente aplaude, silba, se agitan las banderas y miles de papelitos descienden juguetones desde alguna parte del segundo piso, por esto ya valió la pena, decidió Mario, la coordinación perfecta, sin ensayos, cientos de banderas al unísono que pintan de azul todas las gradas, de cuánto se pierden quienes odian el futbol, el escenario de las singularidades, y ya entregado a la reflexión nimia, Mario enumeró: en dónde más la gente (por qué insisto en excluirme de la gente), en dónde más aceptamos pagar tanto por una cerveza tibia que es pura espuma, dónde sino aquí se venden camarones verdes a guisa de botana, a dónde más la gente, aquí sí me excluyo, trae un radio para que le cuenten lo que está privilegiadamente viendo en ese instante, dónde más y tantas cosas más. Silbatazo inicial, las primeras jugadas, una tarjeta amarilla a los tres minutos, nada raro, nuestro defensa central amedrentando al delantero contrario, ablandar al novato gambetero, bien, pensó Mario, el sello de la casa. Y muy pronto, antes de que los cronistas decidieran si se trataba de una formación cuatro tres tres o cinco tres dos o cualquier suma equivalente a once, muy pronto y casi sospechoso, un gol, nuestro equipo un gol tempranero, gritos, cornetas, puños hacia arriba, saltitos sobre las butacas, el delantero corre hacia la banca como a compartir el milagro, papelitos juguetones que descienden lento desde el segundo piso, cientos, miles de ellos. Mario se levantó también, aplaudió tímido, le preguntó al de junto quién lo había metido. Al sentarse, un último papelito rezagado del resto se posó inofensivo sobre su frente. Mario lo tomó con bondad, beatífico ante la felicidad del uno cero, un cuadrado perfecto de papel revolución, no, algo así, le dio la vuelta y leyó.
Mario Fernández sintió su cuerpo sacudido, casi ganas de vomitar. Guardó el papelito en el bolsillo, tomó un gran trago de cerveza y pasó su mano por la frente, limpiando el sudor y buscando la huella de algo, no sabía bien qué. Volvió al papelito, frases entrecortadas por la tijera

Oh muerte, ¿qué ha de morir en
qué carne dañarás de muerte
qué has de matar si ella está muert
¿Qué cosa ha de ser cosa tras
¿Qué dolor dolerá si ella no

Su mano buscó en el suelo otro frenético papel:

Liebres que hubieron hierbas en
de felino salvaje
fueron de corta vida y largos
halcones en su vientre cazaron a
el tallo de su vuelo
¿qué llanto ha de valer enton

Mario volteó, el vecino estrujaba un papelito y Mario ya dispuesto a arrebatárselo pero distinguió las letras grandes del encabezado de un periódico. Escudriñó, casi olfateó bajo las piernas del público vecino, todos los papelitos eran recortes de revistas, folletos viejos, hojas de una libreta escolar abandonada a mejor suerte. Pronto aceptó que no hallaría más, sólo esos dos fragmentos, no puede ser, pensó Mario, perfectamente destinados a mí, no puede ser, pensó, mis poemas, estos son mis poemas. Mario volteó hacia arriba, ninguna mirada singular, quién, quién, una niña cruzó dos segundos la vista con él, cómo esa niña, no, pensó Mario, ella no, mis poemas, Sara: quién, tus poemas, claro, los versos para despedirte que ya no leerás nunca y en cambio ahora, Sara, quién, rostros sonrientes, imprecisos, una marejada de rostros igualmente inocentes, entregados todos al partido, una de esas manos soltó los papelitos, estadio lleno para colmo, juego intrascendente pero gritos, banderas, hileras de rostros potencialmente crueles o ingenuos, iré, pensó Mario, debo ir, debo saber quién arrojó mis poemas.

Mario subió por la rampa hacia el segundo piso después de establecer las coordenadas del sitio donde más seguramente fueron lanzados los cientos de papeles. Segundo piso, más barato, menos atención al juego y más euforia, Mario echó un vistazo, nadie me reconoce o más bien nadie me enfrenta, obvio después de todo. Halló un lugar vacío.
-¿Usted no aventó los papelitos, o no vio quién los aventó?
-¿Qué dice? -era un hombre gordo, de bigote, al parecer también había venido solo al juego.
-Perdón, ahorita que cayó el gol, ya ve que avientan papelitos, ¿no vio quién lo hizo?
-¿De qué me habla, amigo? Tómese una cervecita.
-No, gracias.
-Bueno, ¿por qué quiere saberlo?
Mario se sorprendió con esta pregunta. ¿Qué podría responder? ¿Que alguien tijereteó sus poemas y los aventó con tan buen tino que cayeron en su cabeza? Debo estar loco, pensó, y le dieron muchas ganas de reírse.
-Es que, fíjese, yo estaba allá abajo, en plateas, y cayeron unos papelitos que eran unos viejos apuntes míos que perdí hace años y me dio curiosidad por saber qué había sido de ellos -Mario se sintió satisfecho por ese cuento tan espontáneo.
-¿Entonces dejó su asiento en platea por venir a averiguar eso? Qué bárbaro. Tómese una cervecita. Para celebrar que vamos ganando.
El hombre llamó al de las cervezas y aceptó que Mario pagara. Bebieron en silencio aunque a su alrededor las porras continuaban. Cada cierto tiempo el hombre hacía sonar una matraca, los ojos fijos en la cancha, un córner, un balón al poste local y entonces una voz interior en cada fanático del estadio diciendo calma, no ha pasado nada y después nada, efectivamente nada, barridas y disputas en la media cancha, minutos para el olvido.
-Pero no sé de qué papelitos me habla -dijo de pronto el hombre sin girar la cara-, no serían esos de la muerte y sabe dios qué más, ¿verdad?, no, claro.
Mario contuvo una respuesta apresurada, intentó disimular. Para no despertar sospechas, pensó entre nervioso y divertido.
-¿Y cómo pudo usted distinguir qué decían los papelitos?
-Bueno, yo no sé quién los avienta o de dónde salen, pero de pronto uno los ve caer, aquí, pasan lentamente frente a los ojos, y me llamó la atención uno que no parecía de periódico y algo alcancé a leer de la muerte. Vaya, no me haga mucho caso, impresiones mías. Pero no tiene por qué creerme, yo sé que suena como de magia.
Con la última frase el hombre volteó hacia Mario con una sonrisa convencida y alzó la cerveza para brindar.
Mario dudó un momento pero sonrió también. Terminó su cerveza en silencio. Al despedirse, el hombre giraba su matraca. No lo escuchó.

No le costó mucho recuperar su asiento en platea oeste, brazos y respaldo azules. Medio tiempo, la gente de pie, estirar las piernas, contemplar el panorama de las gradas, saludar a algún conocido por ahí, los hijos o los amigos de nuevo existen, de nuevo la serenidad, sí, se nos recuerda atentamente que portamos una corbata y tenemos hijos, nueva sinécdoque de la vida responsable que se acumula en un intermedio vacío, una tregua para los gritos y las cornetas, minutos para el análisis del juego, uno cero apenas, a ver si no nos empatan al final, como siempre, un presentimiento doloroso que aun parece disfrutarse, increíble, el vendedor ya conocido ofrece una nueva ronda, sí, el de la gorra, regresan los jugadores a la cancha, ahora no saltan, ahora no hay saludos ni tanta euforia, sudor, tarjetas amarillas, el árbitro los tiene en la mira, aguanten otros cuarenta y cinco minutos, es el colmo que pensemos eso, aguanten, sonó el silbato, volvieron los gritos, se reconcentraron los silbidos y cientos de papelitos, los últimos quizá ante la perspectiva de que no habría más goles, cientos, miles de papelitos cayendo del cielo, lentamente, como de magia, pensó Mario y sonrió, más vale no voltear a ver de dónde salen, no tendría caso de todos modos, siguió pensando Mario y mandó un telepático saludo al hombre del segundo piso, tal vez fue una venganza, querida Sara, a ti te habría fascinado la idea, seguro, compartirías la hipótesis, querida Sara, una venganza de los dioses del estadio.