EL POETA EN EL ESTADIO
Ir al estadio como quien va a una cantina, a un parque, al psicólogo,
los peores a rezar o sólo a murmurar algo bajo una imagen
que llegaría a causarles repulsión si la observaran
con detalle, a rezar, sí, o a tomar un café, como
todos, una sinécdoque desafortunada, tomar un café,
cuando en realidad están deseando un par de horas fuera
de la misma soledad y otro par de amigos que les
devuelvan una mínima confianza en el género humano,
así que: tomar un café, concluyó Mario Fernández
mientras su boleto iba perdiendo longitud en sucesivas puertas
que lo conducirían finalmente a la platea oeste, bancas
azules con brazos y respaldo. Sólo en nuestros países
los mejores asientos, los boletos más caros son los últimos
en terminarse, siguió Mario y luego por segunda vez en
el día, por décima vez en la semana y por incalculable
ocasión en este último año, Mario se enojó
consigo mismo, quiso reprenderse por esa manía de hacer
una reflexión de cada cosa con la que se enfrentara en
el día, aun lo más simple como haber conseguido
este boleto (siempre será más fácil hallar
un solo asiento, quién viene al estadio sin compañía),
platea oeste, segunda fila junto a las escaleras, pero más
que reflexiones sobre lo nimio, un continuo debate con él
mismo, dos, tres, diez cerebros observándose y juzgando,
¿paranoia?, se preguntó, y se dijo en un susurro:
el hecho de que yo sea paranoico no quiere decir que no me persigan.
Sonrió de buena gana al recordar esa frase de un viejo
maestro de la universidad, un lema de batalla o un abrir boca
para la charla con las alumnas jóvenes. Sonrió Mario
y luego imaginó que su sonrisa era única en medio
del bullicio de un estadio casi lleno, no es precisamente una
sonrisa lo que se viene a practicar aquí sino el grito
liberador, el silbido más agudo que en cualquier otro escenario
sería insoportable, el comentario erudito sobre planteamientos
tácticos en la media cancha. ¿Qué hago entonces
en el estadio?, diluyó su sonrisa Mario Fernández
y recordó: parque, cantina, psicólogo, la sinécdoque
del café, intentos por rellenar ausencias, vanos sustitutos
de qué, contrapesos en la hipotética balanza de
la sensibilidad humana. El sonido local anunció las alineaciones
de los equipos, dos hileras de altavoces a la orilla del techo
que retumbaron la estructura metálica y provocaron la desbandada
de docenas de pájaros que yacían por ahí,
sin compartir la fiesta general. Érase pues un techo tranquilo
de palomas que palpita entre los pinos y las tumbas, recitó
Mario ya sentado en su butaca mientras seguía con detalle
el vuelo de qué, paloma o gaviota, por qué no te
gustó nunca Valéry, querida Sara, por qué
no lo dijiste desde el principio en vez de aparentar que sí,
que lo disfrutabas, que algo había en Valéry que
lograba, bueno, no logró nunca nada, el buen viejo, Valéry,
ni qué logró este otro viejo, un joven viejo (¿quién
me dijo eso?), nada tampoco, entristecer el tiempo antes de tu
partida.
Un juego decisivo, según había
escuchado en la televisión, en realidad nada decide, tres
puntos al que gane, lo normal, pero es que siempre inventarán
intrigas, rivalidades añejas, porcentajes y otras operaciones
matemáticas, casi ecuaciones, algoritmos, la geometría
analítica de la tabla de goleo, sonrió de nuevo
Mario, para que vaya la gente al estadio, sin darse cuenta de
que la gente no viene por tres puntos, por un cero setenta y cinco
para el descenso sino por otras causas, el grito liberador, etcétera,
aunque claro, imagínate que anunciaran: en el juego de
hoy no se decide nada, un partido sin ninguna importancia, qué
bien sería eso, Sara, que dijeran: dos equipos mediocres,
se augura un cero a cero y veinte grados a la sombra, pero ya
se sabe: venga al futbol con la familia, tráigase a sus
amigos, jovencito, de una vez a la novia para ir dejando claras
las cosas, después de todo un par de cervezas, cambiar
la rutina y siempre existirá la posibilidad de ser el afortunado
espectador de un golazo, como aquellos tres mil (sólo tres
mil, calculó Mario, en un país de cien millones
cuyo porcentaje de analfabetismo futbolero se reduce al cinco
por ciento) que asistieron al milagro de un gol de meta a meta
hace unos años. Yo entre ellos, querida Sara, y tú
te perdiste para siempre de un gol como ese porque entonces no
te gustaba el fut y no había ningún Mario Fernández
a quien complacer y ahora no habrá más estadios
para ti, Sara, ese a ere a, Sara, sonido suave, corto, una gota
de liquen sobre la corteza de un árbol centenario. Saltó
a la cancha el equipo local (no saltó, pensó Mario,
quién vio a nadie saltar aquí, hermosas metáforas
futboleras, alguien debería escribir algo con ellas), calzoncillo
azul, camiseta blanca, franja diagonal, el director técnico
ya encendiendo su primer cigarrillo (cómo un cigarrillo
en medio del deporte, recordó Mario que decía un
entrenador de la secundaria, vano fanatismo de lo saludable entre
jóvenes adeptos al tabaco iniciático) y el saludo,
los brazos hacia arriba y el rostro hacia los cuatro puntos cardinales
del estadio, la gente aplaude, silba, se agitan las banderas y
miles de papelitos descienden juguetones desde alguna parte del
segundo piso, por esto ya valió la pena, decidió
Mario, la coordinación perfecta, sin ensayos, cientos de
banderas al unísono que pintan de azul todas las gradas,
de cuánto se pierden quienes odian el futbol, el escenario
de las singularidades, y ya entregado a la reflexión nimia,
Mario enumeró: en dónde más la gente (por
qué insisto en excluirme de la gente), en dónde
más aceptamos pagar tanto por una cerveza tibia que es
pura espuma, dónde sino aquí se venden camarones
verdes a guisa de botana, a dónde más la gente,
aquí sí me excluyo, trae un radio para que le cuenten
lo que está privilegiadamente viendo en ese instante, dónde
más y tantas cosas más. Silbatazo inicial, las primeras
jugadas, una tarjeta amarilla a los tres minutos, nada raro, nuestro
defensa central amedrentando al delantero contrario, ablandar
al novato gambetero, bien, pensó Mario, el sello de la
casa. Y muy pronto, antes de que los cronistas decidieran si se
trataba de una formación cuatro tres tres o cinco tres
dos o cualquier suma equivalente a once, muy pronto y casi sospechoso,
un gol, nuestro equipo un gol tempranero, gritos, cornetas, puños
hacia arriba, saltitos sobre las butacas, el delantero corre hacia
la banca como a compartir el milagro, papelitos juguetones que
descienden lento desde el segundo piso, cientos, miles de ellos.
Mario se levantó también, aplaudió tímido,
le preguntó al de junto quién lo había metido.
Al sentarse, un último papelito rezagado del resto se posó
inofensivo sobre su frente. Mario lo tomó con bondad, beatífico
ante la felicidad del uno cero, un cuadrado perfecto de papel
revolución, no, algo así, le dio la vuelta y leyó.
Mario Fernández sintió su cuerpo sacudido, casi
ganas de vomitar. Guardó el papelito en el bolsillo, tomó
un gran trago de cerveza y pasó su mano por la frente,
limpiando el sudor y buscando la huella de algo, no sabía
bien qué. Volvió al papelito, frases entrecortadas
por la tijera
Oh muerte, ¿qué ha de morir en
qué carne dañarás de muerte
qué has de matar si ella está muert
¿Qué cosa ha de ser cosa tras
¿Qué dolor dolerá si ella no
Su mano buscó en el suelo otro frenético papel:
Liebres que hubieron hierbas en
de felino salvaje
fueron de corta vida y largos
halcones en su vientre cazaron a
el tallo de su vuelo
¿qué llanto ha de valer enton
Mario volteó, el vecino estrujaba un papelito y Mario
ya dispuesto a arrebatárselo pero distinguió las
letras grandes del encabezado de un periódico. Escudriñó,
casi olfateó bajo las piernas del público vecino,
todos los papelitos eran recortes de revistas, folletos viejos,
hojas de una libreta escolar abandonada a mejor suerte. Pronto
aceptó que no hallaría más, sólo esos
dos fragmentos, no puede ser, pensó Mario, perfectamente
destinados a mí, no puede ser, pensó, mis poemas,
estos son mis poemas. Mario volteó hacia arriba, ninguna
mirada singular, quién, quién, una niña cruzó
dos segundos la vista con él, cómo esa niña,
no, pensó Mario, ella no, mis poemas, Sara: quién,
tus poemas, claro, los versos para despedirte que ya no leerás
nunca y en cambio ahora, Sara, quién, rostros sonrientes,
imprecisos, una marejada de rostros igualmente inocentes, entregados
todos al partido, una de esas manos soltó los papelitos,
estadio lleno para colmo, juego intrascendente pero gritos, banderas,
hileras de rostros potencialmente crueles o ingenuos, iré,
pensó Mario, debo ir, debo saber quién arrojó
mis poemas.
Mario subió por la rampa hacia el segundo
piso después de establecer las coordenadas del sitio donde
más seguramente fueron lanzados los cientos de papeles.
Segundo piso, más barato, menos atención al juego
y más euforia, Mario echó un vistazo, nadie me reconoce
o más bien nadie me enfrenta, obvio después de todo.
Halló un lugar vacío.
-¿Usted no aventó los papelitos, o no vio quién
los aventó?
-¿Qué dice? -era un hombre gordo, de bigote, al
parecer también había venido solo al juego.
-Perdón, ahorita que cayó el gol, ya ve que avientan
papelitos, ¿no vio quién lo hizo?
-¿De qué me habla, amigo? Tómese una cervecita.
-No, gracias.
-Bueno, ¿por qué quiere saberlo?
Mario se sorprendió con esta pregunta. ¿Qué
podría responder? ¿Que alguien tijereteó
sus poemas y los aventó con tan buen tino que cayeron en
su cabeza? Debo estar loco, pensó, y le dieron muchas ganas
de reírse.
-Es que, fíjese, yo estaba allá abajo, en plateas,
y cayeron unos papelitos que eran unos viejos apuntes míos
que perdí hace años y me dio curiosidad por saber
qué había sido de ellos -Mario se sintió
satisfecho por ese cuento tan espontáneo.
-¿Entonces dejó su asiento en platea por venir a
averiguar eso? Qué bárbaro. Tómese una cervecita.
Para celebrar que vamos ganando.
El hombre llamó al de las cervezas y aceptó que
Mario pagara. Bebieron en silencio aunque a su alrededor las porras
continuaban. Cada cierto tiempo el hombre hacía sonar una
matraca, los ojos fijos en la cancha, un córner, un balón
al poste local y entonces una voz interior en cada fanático
del estadio diciendo calma, no ha pasado nada y después
nada, efectivamente nada, barridas y disputas en la media cancha,
minutos para el olvido.
-Pero no sé de qué papelitos me habla -dijo de pronto
el hombre sin girar la cara-, no serían esos de la muerte
y sabe dios qué más, ¿verdad?, no, claro.
Mario contuvo una respuesta apresurada, intentó disimular.
Para no despertar sospechas, pensó entre nervioso y divertido.
-¿Y cómo pudo usted distinguir qué decían
los papelitos?
-Bueno, yo no sé quién los avienta o de dónde
salen, pero de pronto uno los ve caer, aquí, pasan lentamente
frente a los ojos, y me llamó la atención uno que
no parecía de periódico y algo alcancé a
leer de la muerte. Vaya, no me haga mucho caso, impresiones mías.
Pero no tiene por qué creerme, yo sé que suena como
de magia.
Con la última frase el hombre volteó hacia Mario
con una sonrisa convencida y alzó la cerveza para brindar.
Mario dudó un momento pero sonrió también.
Terminó su cerveza en silencio. Al despedirse, el hombre
giraba su matraca. No lo escuchó.
No le costó mucho recuperar su asiento
en platea oeste, brazos y respaldo azules. Medio tiempo, la gente
de pie, estirar las piernas, contemplar el panorama de las gradas,
saludar a algún conocido por ahí, los hijos o los
amigos de nuevo existen, de nuevo la serenidad, sí, se
nos recuerda atentamente que portamos una corbata y tenemos hijos,
nueva sinécdoque de la vida responsable que se acumula
en un intermedio vacío, una tregua para los gritos y las
cornetas, minutos para el análisis del juego, uno cero
apenas, a ver si no nos empatan al final, como siempre, un presentimiento
doloroso que aun parece disfrutarse, increíble, el vendedor
ya conocido ofrece una nueva ronda, sí, el de la gorra,
regresan los jugadores a la cancha, ahora no saltan, ahora no
hay saludos ni tanta euforia, sudor, tarjetas amarillas, el árbitro
los tiene en la mira, aguanten otros cuarenta y cinco minutos,
es el colmo que pensemos eso, aguanten, sonó el silbato,
volvieron los gritos, se reconcentraron los silbidos y cientos
de papelitos, los últimos quizá ante la perspectiva
de que no habría más goles, cientos, miles de papelitos
cayendo del cielo, lentamente, como de magia, pensó Mario
y sonrió, más vale no voltear a ver de dónde
salen, no tendría caso de todos modos, siguió pensando
Mario y mandó un telepático saludo al hombre del
segundo piso, tal vez fue una venganza, querida Sara, a ti te
habría fascinado la idea, seguro, compartirías la
hipótesis, querida Sara, una venganza de los dioses del
estadio.