CUENTO PARA EL INVIERNO
Todo se convirtió en un mezquino absurdo, después.
A mediados de agosto comenzó a llover, y no era una de esas
calmadas, tormentas de verano. Comenzó a llover con desesperanza,
como si las nubes sintieran la amargura que hacía brotar
el agua de su seno cálido, e hiciese, al tiempo, nacer el
frío (cuatro letras y una erre sonora) en mitad de la templanza.
Todo fue como una medida drástica del destino,
para paliar el clima de felicidad que iba creciendo de manera alarmante.
El agua abrazó la ciudad como un mar de muerte. Todo se hundió
en el frío. El rastro de la felicidad se perdió al
final de un sueño. Como el sonido del despertador a las puertas
del final de la vida, de tu último capítulo.
Así la gente, que había olvidado el
nudo que con la muerte nos une, se encontró con las manos
vacías, resecas y agrietadas, muertas. No había lágrima
que humedeciera las llagas porque las lágrimas queman, así
que la humanidad sucumbió al llanto amargamente, en la tenue
luz a la que se redujeron los días. Todo comenzó a
ser largo y triste, como cuando pierdes tu mejor juguete.
Era diciembre y seguía lloviendo. Amanecía
lluvioso, lágrimas dejando correr por la vida diaria dos
caminos de agua. Lágrimas cansadas de anochecer cuando toda
puesta de sol escondida tras las nubes. Había llegado mayo,
cuatro años después, y con él, el olvido comenzó
a caer entre las gotas de lluvia. Se había olvidado ya el
crepúsculo de la tarde, los amaneceres cristalinos. Letanía
del sol. Se había olvidado ya el centro de los primeros momentos
de verano. Qué historia tan triste.
El agua corría en riachuelos junto a las aceras,
hasta las cloacas como cárceles. De las cloacas salían
las ratas para despertar a los niños que lloraban en sueños,
que despertaban en un cielo de carboncillo. Tantos años de
lluvia, provocaron que el milagro. Las lágrimas secaron el
agua, el agua secó la lluvia, y la lluvia secó las
lágrimas.
Bajo el sopor insoportable del sol de diciembre, las
gentes sonrieron, desconcertadas.
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