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Poética Escribir es más allá de toda racionalización un impulso. Yo empecé en 1992, no sé por qué. Los impulsos que entonces me hicieron expresarme de una forma poética, en verso, son ahora anecdóticos, producto de una edad. El caso es que aquel día escribir fue como un virus inoculado. Mi empezar, mi interés por la literatura era casi tardío, y todas las carencias culturales, todo lo que mis profesores no habían conseguido despertar hasta ese momento, se convirtieron en materia por descubrir para la escritura. Como con una tenia, la vida –los libros, la música, las cosas– pasó a formar parte de lo que yo necesitaba para alimentar a ese animal incansable. Ese vislumbrar de la cultura me hizo comprender que el camino era interminable, que la comprensión del hecho artístico que es el poema no podía ser limitado en el poema, ni en la palabra. Así, crear aparece como una necesidad que no necesita excusa. Sin ningún sentido, sin respaldo o disimulo crítico, y sin deseo real –no literario– de entender. El ansia de hacer algo desde cero, por naturaleza imposible, ese vértigo de la búsqueda de una creación pura, abrir esa brecha entre las palabras, en la forma de una pintura, produce esa chispa que imagino visible en las neuronas ante la comprensión o el descubrimiento, esa adrenalina, de una realidad antes oculta. Las endorfinas nos hacen entender que todo el intelecto, toda pasión, es un fenómeno estrictamente físico. Y en eso soy físico, soy ilógico. Busco entender la existencia y llego siempre a un espacio vacío, a la cuenta atrás. Disfruta de la vida –me digo–, e intenta aportar algo a los otros, crear más placer extraño a través del arte, más serotonina, acaso una pieza en el puzzle que somos los hombres. Díaz San Miguel |
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